Foto Lula da Silva victoria electoral copia 2

Brasil: “el enemigo ahora es otro”

En 2007, la película Tropa de Elite, la historia de un recluta del Batallón de Operaciones Policiales Especiales de la Policía Militar de Río de Janeiro, causó furor y un intenso debate en Brasil. El éxito de la película generó una secuela tres años después, Tropa de Elite 2: O Inimigo Agora É Outro, una trama en la que el capitán Nascimento, héroe (o antihéroe), cambia las batallas campales de las favelas de Río por la guerra fría de los despachos refrigerados de la política. No pretendo entrar aquí en un análisis cultural o sociológico de la película del director José Padilha y hasta qué punto anticipó el zeitgeist que impulsaría la elección de Jair Bolsonaro en 2018. Esos films solo nos sirven, en este texto, como alegoría de los desafíos que enfrenta el gobierno de Luiz Inácio Lula da Silva.

Lula da Silva no solo sobrevivió a los acontecimientos de enero, en el inicio de mandato más frenético y conflictivo de la historia republicana brasileña, sino que salió fortalecido. La connivencia de los militares y, en algunos casos, su participación directa, comprobada por imágenes, documentos y testimonios, en la invasión y la depredación de los tres edificios emblemáticos de los poderes del país —el Congreso, el Palacio del Planalto y el Supremo Tribunal Federal— le dieron al presidente la oportunidad de pisar el freno y poner orden en las Fuerzas Armadas.

La exoneración del general Júlio Cesar de Arruda, contaminado por la politización de los militares, y el nombramiento de Tomás Ribeiro Paiva como comandante del Ejército, un conocido legalista al margen de sus preferencias partidistas, tuvieron el efecto de calmar los ánimos y, al menos por ahora, subordinar los cuarteles al mando civil como determina la Constitución. Mientras tanto, la investigación sobre los hechos del 8 de enero sigue su curso y se acerca cada vez más a Jair Bolsonaro y sus asesores cercanos. No será ninguna sorpresa si el expresidente, refugiado en Miami, es llevado ante la justicia por el intento fallido de golpe de Estado.

La revelación del genocidio de los indígenas yanomamis —no hay otro término para definir la tragedia humanitaria que ha atraído la atención internacional— fue otro golpe al sueño de Bolsonaro de volver pronto al mando del país. Las imágenes cadavéricas de niños y ancianos, que despertaron el recuerdo macabro de los prisioneros de los campos de concentración, dan cuenta de que la ocupación de la Amazonía por el crimen organizado no es solo el resultado del descuido y la negligencia del Estado, sino de un proyecto de poder. La pronta respuesta de Lula da Silva con su decisión de atender a los pueblos indígenas y combatir la minería ilegal dejó ver, a los ojos de brasileños y extranjeros, la enorme diferencia entre el gobierno actual y el anterior.

Por si fuera poco, los bolsonaristas siguen incansables en su afán de autoincriminarse. El senador Marcos do Val es la prueba viva de ello. En una secuencia chapucera de declaraciones y desmentidos, el parlamentario puso a Bolsonaro en la “escena del crimen” golpista al revelar el complot para intervenir el teléfono de Alexandre de Moraes, presidente del Tribunal Superior Electoral y ministro del Supremo Tribunal Federal. El objetivo era forzarlo (no se sabe exactamente cómo) a decir algo comprometedor y grabarlo en secreto para luego impugnar la victoria de Lula. Sus intentos posteriores para matizar sus declaraciones solo empeoraron la situación y hoy el senador es blanco de una investigación. Y si faltaba algo, circulan numerosas comidillas sobre los últimos días de los Bolsonaro en el Palácio do Alvorada, que llegan a acusar al pastor Francisco de Assis Castelo Branco, contratado por Michelle Bolsonaro para administrar la residencia presidencial, de haber secado la fuente para sacar las monedas que arrojan los turistas y llevárselas como donativo para su iglesia, lo que habría acabado con la vida de varias carpas que vivían en esas aguas. Todo esto obligó a la esposa del expresidente a salir a dar unas confusas explicaciones.

Enemigo de sí mismo, el bolsonarismo dio a Lula la oportunidad de empezar febrero en la cresta de la ola, prácticamente sin oposición. Pero ese escenario de luna de miel duró poco. Las cosas empezaron a cambiar cuando el presidente decidió enfrentarse a un adversario más poderoso y organizado. “Ahora el enemigo es otro”, como decía Tropa de Elite 2. Una vez superado el clima post-asalto de Brasilia, el líder del Partido de los Trabajadores (PT) se centró en la independencia del Banco Central y en los tipos de interés vigentes en el país (13,75% anual), los más altos del mundo en términos reales.

Aunque el mercado financiero ha convertido la “autonomía” del Banco Central en un dogma, es legítimo y razonable discutir a quién responde exactamente la autoridad monetaria y cómo debe contribuir a un esfuerzo conjunto en pos de la recuperación de la economía. Aliados, antiguos y nuevos, consideran, sin embargo, que Lula da Silva erró al personalizar la discusión y dirigir las críticas no a los problemas del modelo económico, sino al presidente del Banco Central, Roberto Campos Neto, nombrado por Bolsonaro y cuyo mandato termina en 2024. Al optar por un duelo, dicen estos aliados, el presidente obstaculiza la búsqueda de consenso y proporciona a Campos Neto una coartada para mantener la política de confrontación. Si el Banco Central recorta los tipos en la próxima reunión del consejo de administración, se le acusará de ceder a las presiones del gobierno. El resultado es conocido: inestabilidad en la Bolsa, apreciación del Real, subida de los tipos de interés en los mercados de futuros.

El presidente de la República, se entiende, tiene prisa. Su ajustada victoria en las urnas (50,9% a 49,1%) se debió en gran medida al voto de los más pobres, nostálgicos de los ocho años del exobrero metalúrgico en el Palácio do Planalto, periodo en el que Brasil vivió una excepcional combinación de crecimiento económico y reducción de las desigualdades. Las previsiones de expansión del PIB para los dos próximos años son desalentadoras: 0,7% en 2023, entre el 1% y el 1,5% en 2024. Los exorbitantes tipos de interés frenan la recuperación y reducen el margen del gobierno para cumplir sus promesas electorales, especialmente la reducción de la pobreza, el aumento del salario mínimo y la creación de empleo.

A diferencia de los actos terroristas del 8 de enero o del genocidio yanomami, el presidente no cuenta, esta vez, con el apoyo de los medios de comunicación, que, hasta ahora, se habían alineado con el nuevo gobierno en defensa de las instituciones y de la “civilización”. Influenciado por décadas de hegemonía del pensamiento neoliberal, el oligopolio mediático comparte las mismas ideas que el mercado financiero y el presidente del Banco Central, o mejor dicho, el fetiche del recorte del gasto, la reducción del Estado y el austericidio. El Congreso, dominado por empresarios y partidos de derechas, juega en el mismo equipo. La política económica, como era de esperar, es el eslabón más débil del precario frente amplio que permitió la derrota de Bolsonaro y el regreso de Lula da Silva al poder.

A pesar de las concesiones necesarias para la gobernabilidad, el presidente sigue empeñado en “meter a los pobres en el presupuesto y a los ricos en el impuesto a la renta”. Sin enfrentarse a privilegios seculares, ese objetivo será muy difícil. El gobierno empieza realmente ahora y Lula, más que nunca, tendrá que demostrar su capacidad para mediar en los conflictos a favor de la mayoría históricamente abandonada a su suerte.

Autor/es

Sergio Lirio

Periodista. Se desempeña como jefe de redacción del semanario CartaCapital.

Periodista. Se desempeña como jefe de redacción del semanario CartaCapital.

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